Por: Lucas Silva Didier, Investigador en Educación Lirmi
En países de Europa, Estados Unidos y América Latina, se discuten políticas para limitar su uso dentro de las escuelas. En Chile, por ejemplo, la Comisión de Educación del Senado acaba de aprobar en general un proyecto de ley que restringe los smartphones durante la jornada escolar, especialmente en los niveles más pequeños.
Para algunos, esta medida suena excesiva o incluso anacrónica. Para otros, es una urgencia impostergable. La evidencia científica disponible parece inclinarse hacia lo segundo.
Es cierto: las distracciones en la sala de clases siempre existieron. El papelito doblado que se pasa por abajo de la mesa, la ventana abierta o el murmullo entre compañeros fueron parte del paisaje escolar de cualquier generación. Lo nuevo no es que los estudiantes se distraigan, sino que hoy compiten contra dispositivos diseñados con precisión para robar la atención.
Notificaciones, videos atractivos y recompensas variables activan circuitos de gratificación en el cerebro adolescente. No se trata de “falta de autocontrol” de los estudiantes, sino de una competencia desigual entre el nivel de maduración del cerebro de los escolares y las capacidades de capturar la atención que tiene un celular.
Los estudios recientes son claros:
La conclusión es evidente: los smartphones personales en el aula no están ayudando a aprender.
No se trata de demonizar la tecnología. De hecho, meta-análisis reciente (Garzón et al., 2025) muestran que las tablets y notebooks, cuando son gestionadas pedagógicamente, sí mejoran los aprendizajes. El problema no es la pantalla en sí, sino el tipo de dispositivo y la lógica de uso.
Un celular personal en clase no es una herramienta pedagógica: es un portal abierto a redes sociales, distracciones, comparaciones sociales y pérdida de sueño. Lo que necesitamos son tecnologías diseñadas para la enseñanza, que integren datos, recursos y procesos educativos en un ecosistema seguro y guiado.
El debate sobre prohibir celulares en colegios no es un asunto de censura ni de nostalgia por un mundo analógico. Es, más bien, una forma de proteger algo básico: la atención. Sin atención, no hay aprendizaje posible.
Como señaló el investigador Carl Hendrick (2025): “Prohibir los teléfonos inteligentes en ciertos entornos no es una negación de la libertad, sino un regalo que preserva la atención, las relaciones y el bienestar.”
En otras palabras, poner límites no es retroceder, es dar condiciones para avanzar.